«No quisiera recordar nada de esa noche», dice Luis Albeiro Valencia mientras paradójicamente pone cruces en el Cerro Chapecoense con imágenes de las 71 personas que el 28 de noviembre de 2016 fallecieron allí en un accidente aéreo que enlutó al fútbol y marcó para siempre la vida de los habitantes del municipio de La Unión.
La cara de Sissy Arias, uno de los cinco miembros de la tripulación boliviana que falleció, es la primera en asomar de la caja en la que transportan decenas de cruces de madera que fabricaron dos habitantes del caserío de Pantalio, ubicado en el límite de los municipios La Unión y La Ceja.
La idea de estas personas es preparar con flores y elementos religiosos el lugar donde cayó el avión Avro RJ85 de LaMia para conmemorar el primer aniversario de la tragedia.
«Era muy bonita esa piloto», comentó a Efe Valencia, quien por el sonido de las ambulancias terminó esa noche en lo más alto del cerro para intentar salvar alguna vida luego de que la aeronave colisionara y acabara con el sueño del club brasileño de jugar la final de la Copa Sudamericana contra el Atlético Nacional.
«Son 71 víctimas y sería muy duro que nadie acá se acuerde de ellas», comentó Valencia para explicar la devoción con la que cuida el altar que los habitantes de esta zona levantaron, entre imágenes de vírgenes y santos, como una forma de sellar la hermandad con la ciudad brasileña de Chapecó.
En esa montaña colombiana, rodeada por cultivos de tomate, maíz y papa, la tragedia mantiene nítidas sus huellas.
«Desde que pasó el accidente se siente tristeza y dolor por ver que tantas personas murieron de esa manera», expresó a Efe Luz Mary Quintero cuando se movía por la espesa vegetación de la zona.
Unas 200 personas visitan cada fin de semana el antiguo Cerro Gordo con la idea de hallar detalles de la tragedia, orar por los muertos, conocer las historias detrás del rescate de los seis sobrevivientes y sentir cerca al «Chape», ese equipo que se inmortalizó entre las verdes montañas del departamento colombiano de Antioquia.
Para evitar cruzarse con la romería que estará mañana en el lugar, donde está programada una ceremonia religiosa y algunos actos simbólicos, Pablo Ramírez se desplazó de forma anticipada desde el cercano municipio de Santuario para cumplir con una cuenta pendiente como amante del fútbol brasileño y del Atlético Nacional.
«Quería saber dónde quedó ese gran equipo que fue Chapecoense. Se siente algo duro porque ellos eran hermanos del fútbol», dijo a Efe el visitante de turno, que silenció con «hay que respetar» a sus pequeños hijos en el paso por el altar en el que hay afiches del portero Danilo y del asistente técnico Almir Domingues.
Para él fue especial encontrarse con pequeños fragmentos de esa historia en la parte más alta de la montaña, donde pegó la cola del avión antes de partirse.
Allí, junto a la bandera del club de Chapecó, parte de un ala del avión y de un trapo con la palabra «Imortais», Valencia continuó con los preparativos y le reconstruyó a los visitantes parte de lo que vivió esa noche.
«No me gusta recordar la tragedia pero cuando estoy trabajando y escucho pasar un avión, es lo primero que pienso. Ahí mismo viene todo a mi memoria», dijo Valencia y agregó que de esa zona de peregrinaje muchos ya se olvidaron.
«Me tocó poner el tren de aterrizaje en mi casa. Pensaba hacerlo en un monumento, pero en un año no pegaron ni un pañuelo las autoridades», contó.
En su casa armó también su homenaje para las víctimas. Con parte de un árbol de la zona de la tragedia elaboró una pequeña réplica del avión de LaMia, además pegó algunas monedas que encontró junto a las fotografías de las 77 personas que nunca llegaron a Medellín.
Un balón que halló tres meses después del accidente también reposa en su casa pero no hace parte de las pertenencias más valiosas que retiró de esa montaña, que sigue siendo de difícil acceso por el estado de la carretera y el terreno inestable en época de lluvias.
Seis celulares, dinero y los documentos del delantero Everton Kempes dos Santos pasaron por sus manos.
Espera que estos objetos estén algún día en poder de los familiares de las víctimas, pues jamás ha estado en contacto con ellos ni con los sobrevivientes pese a que la azafata boliviana Ximena Suárez visitó su casa.
«Mi esposa le abrió la puerta y le mostró las cosas que tenemos. Ella se puso a llorar frente a la fotos de sus compañeros», relató Valencia, para luego reflexionar sobre lo que sucederá con el paso del tiempo.
«Somos muy pocos los que seguiremos viniendo. Todo se olvida», sentenció y luego prometió que seguirá cuidando el lugar donde se truncaron los sueños de 71 personas.
Fuente: EFE
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