La inmunidad es la única salida que tiene la humanidad contra el coronavirus, está puede llegar de dos maneras: sucesivos contagios (hasta dos terceras de la población) o encontrar una vacuna segura y efectiva. La primera de estas dejaría un costo enorme en vida y perjudicar a los sistemas de salud y economías.
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La carrera para encontrar la vacuna contra la COVID-19 empezó casi a la par como el brote del virus. Normalmente el desarrollo de la vacuna tarda entre 10 y 15 años, el objetivo es lograrlo en 18 meses o menos.
Para el desarrollo de la misma se necesita de tres fases, en las dos primeras es importante la “inyección” de dinero, pero ¿qué pasa con la tres? Esta se trata de un ensayo clínico que resulta frustrante por su dificultad para ser ajustada a una línea de tiempo.
En la fase 3, en cambio, participan miles de voluntarios, algunos de los cuales reciben la vacuna y otros, un placebo: el fin es comparar la evolución de los vacunados con respecto a los que no lo fueron.
Además, en esta fase se recogen otros datos estadísticos sobre la efectividad y la seguridad de la vacuna, y normalmente esa demora sería algo positivo para recabar más.
Debido a lo tediosos y prolongado que resultaría la fase 3, se planea tomar atajos como: solicitar a la Administración de Alimentos y Medicamentos la autorización del uso de la vacuna con el conocimiento recabado hasta la fecha.
Ese atajo permitiría “dar luz verde al uso de una vacuna sobre la base de su beneficio previsto”, no exactamente comprobado. En general eso se piensa para una distribución limitada entre poblaciones de alto riesgo.
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Walter Orenstein, director asociado del centro de vacunas de la Universidad de Emory, señaló: “Desde luego, uno espera que los ensayos de la fase 3 sean lo suficientemente amplios como para poder medir la verdadera protección clínica. Por otro lado, si hay 1.000 personas por día que mueren en el país, uno podría estar dispuesto a arriesgarse. Es el último recurso”.
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