El coronavirus le arrebató, en apenas cinco días, a las personas más importantes de su vida. Paulina Carvajal perdió a sus padres, a su esposo y a uno de sus hermanos sin apenas poder comprender lo que estaba sucediendo a su alrededor. Guayaquil, ciudad en la que vive, estaba siendo arrasada por el virus: su hogar también.
A sus 39 años, los mismos con los que falleció su marido, Carvajal es quizás el caso más dramático del terremoto emocional y humanitario que vivió la llamada ciudad porteña en la segunda quincena de marzo y la primera de abril, con miles de contagios y fallecidos, aun hoy no cuantificados.
«El coronavirus lo tuvimos todos aquí en casa, pero los más perjudicados fueron mi esposo, que falleció el 25 con mi papá, y mi mamá, que falleció el 30 con mi hermano», rememora con resignación esta periodista en una entrevista con Efe casi dos meses después de su tragedia familiar.
Cinco días de calvario
El calvario de esta guayaquileña, que tiene dos hijas menores, comenzó la madrugada del 23 de marzo, cuando su marido Michael González, diabético, comenzó a sentir que le faltaba la respiración.
El matrimonio esperó hasta el amanecer para acudir a uno de los saturados centros de salud, mientras la pandemia se cebaba con la ciudad y registraba uno de los índices per cápita de contagios más elevados del mundo.
Tras recorrer dos dispensarios, finalmente su esposo recibió suero intravenoso para controlar el nivel de azúcar en sangre y, finalmente, regresaron a casa. Todo estaba aparentemente bien hasta que, horas después, González volvió a mostrar síntomas.
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«Fuimos de nuevo al lugar donde lo habían tratado, pero nos dijeron que no podían hacer nada más y que debía buscar una clínica para internarlo, pero todo estaba colapsado. ¡Nadie lo quería recibir!», recuerda Carvajal sobre aquellos duros momentos.
Después de varias horas encontró un centro donde le administraron algo de oxígeno y lo mandaron de nuevo al domicilio, pero el escenario se repitió de madrugada y no fue hasta la tarde del 24 de marzo cuando ingresó en un hospital.
«Cuando le atendieron mi esposo ya estaba mal, no tenía casi signos (vitales), era desesperante. Él solamente pedía oxígeno y no había por ningún lado», lamenta.
Mientras, Paulina recibía una llamada de su hermano para informarle de que su padre, Manuel Carvajal, de 77 años, también había sido ingresado con problemas respiratorios. En el hospital le diagnosticaron que el 90% de sus pulmones estaban inhabilitados por el virus. Al día siguiente, ambos fallecieron.
Por si el duelo no había sido suficiente, a los pocos días su hermano Marco, de 51, y su madre Eduviges Ruiz, de 71, empezaron a manifestar síntomas de COVID-19 y fallecieron, también, poco después.
Vivir para sus hijas
Desde que Ecuador decretó el estado de excepción sanitario el 16 de marzo, la provincia de Guayas, de la que Guayaquil es capital, encabeza el ránking oficial de contagios y decesos, al que desde entonces se han sumado centenares de muertes probables derivadas de la enfermedad.
Por pruebas PCR (las rápidas no entran en las estadísticas provinciales), Guayaquil concentra el 35% de los 35.300 casos de contagio contabilizados a escala nacional.
Paulina cree que su hermana y ella, también contagiadas, están vivas «de milagro», y que se salvaron por seguir el consejo de sus otras tres hermanas: no acercarse a ninguna clínica y permanecer en casa, una decisión que supuso altos gastos en medicinas y oxígeno.
La guayaquileña no sabe cómo se infectaron, pero sospecha que pudo ocurrir en el negocio familiar: «Siempre hemos sido muy unidos y nos veíamos todo el tiempo. Creemos que pudo ser ahí».
Al mirar atrás, rememora cómo el dolor provocado por el luto, sumado a la propia enfermedad, la hicieron flaquear. Porque el coronavirus no le permitió pasar el duelo inicial: cada vez que lloraba, su cuerpo respondía peor.
«Si no hubiese tenido a mis hijas, a lo mejor no habría luchado por mi vida y, sinceramente, habría dejado que dios me llevara -confiesa-. Era duro todo lo que me estaba pasando, pero tenía que tranquilizarme y estar con ellas, criarlas».
Su caso saltó rápidamente a las redes sociales y medios de comunicación, consiguiendo que, en aquellos días de escasez, el Ministerio de Salud les realizara las pruebas para confirmar su enfermedad.
«Siento que a las personas les movió todo lo que habíamos pasado y al saber que mi hermana y yo estábamos infectadas, empezaron a pedir otras cosas para nosotras», explica Carvajal, que llegó incluso a solicitar públicamente que dejaran de enviarles alimentos.
«Me siento muy agradecida por el cariño de mucha gente que no conozco, pero que me sigue en mis redes y me dejan lindos mensajes de apoyo». Ha recibido mensajes hasta de otros países de Latinoamérica.
La presión social por internet sirvió también para salvar a otra familia en Quito que pudo acceder a pruebas y alimentos gracias a la difusión de su caso: eran 20 contagiados de todas las edades, pero la pandemia no los había golpeado tan fuerte como a los Carvajal, y sobrevivieron.
Cuando recuerda aquellos días, Paulina cree que, más allá del colapso hospitalario y funerario que fue primera plana en todo el mundo, el principal problema de Guayaquil estuvo en que muchos vecinos no dimensionaron la magnitud de la pandemia.
«Mucha gente no hizo conciencia y seguía saliendo y reuniéndose. A lo mejor, porque (a ellos) no les pasaba nada, pensaban -lamenta- que (todo) era mentira».
Y pese a la trágica experiencia, tanto ella como su familia prefieren guardar desde entonces un bajo perfil y vivir su duelo en paz, unión y fe.
«Creo que un ser humano común y corriente no podría soportar tanto dolor -asegura-. Yo siento que es Dios, que un poder sobrenatural tiene que estar sobre mí para ayudarme en todo esto». EFE