La vida de Luiz Inácio Lula da Silva ha sido hasta ahora, a sus 72 años, una auténtica novela política, en la que hoy se escribió un nuevo e inesperado capítulo, tras su condena a doce años de prisión: una celda de 15 metros cuadrados.
«Nunca antes en la historia de este país», repetía Lula en sus mejores tiempos, cuando se ufanaba de los cambios que su Gobierno generaba en un país plagado de desigualdades y que beneficiaban a los más pobres, entre los que él había nacido, y nunca antes un expresidente brasileño hacía ido a la cárcel por corrupción. Cuándo nació, ni él sabe. Lo registraron como nacido el 6 de octubre de 1945, pero su madre, fallecida en 1980, juraba que había sido el 27 de ese mismo mes. Eran tiempos de pobreza campesina en la miserable Aldea de Vargem Grande (hoy Caetés), en un rincón todavía olvidado de Pernambuco, el estado del noreste en que se crió sin zapatos y pisando tierra. Su padre, Arístides da Silva, era un campesino analfabeto y alcohólico que tuvo 22 hijos con dos mujeres: Lindú, madre de Lula, y Valdomira, prima de la anterior. Cuando Valdomira tenía 16 años, huyó con ella hacia Sao Paulo cuando faltaba un mes para que Lula naciera y atrás partió entonces Lindú con la prole rumbo a la gran ciudad. Con cinco años, Lula vendía tapioca y naranjas en las calles y conoció a su padre, de quien diría después que solamente le debía «un espermatozoide». En Sao Paulo se hizo tornero, entró en los sindicatos, dirigió unas huelgas que estremecieron a la dictadura militar de entonces y conoció la cárcel por primera vez, pero por motivos políticos. Bebió en el marxismo y en 1980, con la apertura política, fundó el Partido de los Trabajadores (PT), que nació troskista pero con los años y el pulso de un Lula que nunca se alineó ideológicamente acabó inclinado al centroizquierda de hoy. Fue candidato presidencial en 1989, 1994, 1998 y 2002. Al cuarto intento llegó al poder, pero ya no como el desaliñado obrero barbudo de puño en alto que pregonaba «revolución» aunque no creyera mucho en ella, sino como un elegante político enfundado en trajes Armani que proclamaba «paz y amor». Ya en el poder, apostó por la ortodoxia económica y pareció no tener oposición durante sus primeros años de gobierno, en los que su discurso social resonó más que los logros reales. Se le atravesó entonces por primera vez la corrupción, con un escándalo que descabezó a la cúpula del PT y del que surgió el Lula Lula pragmático, que se alió al centro y la derecha para volver a ser candidato presidencial en 2006 y ganar otra vez. Su proyección internacional y la del propio Brasil llegaron hasta límites insospechados, apoyadas ambas en el despegue de un país que en sus ocho años de Gobierno pudo sacar a 28 millones de personas de la miseria que Lula conoció en su infancia. En 2008 fue considerado como una de las veinte personas más influyentes del mundo por la revista Newsweek. En 2009, los diarios Le Monde (Francia) y El País (España) lo nombraron «Hombre del año». Se codeó con jefes de Estado y reyes, pero con su campechano carisma siempre habló con los brasileños en la «lengua del pueblo», criticada por académicos que durante estos ocho años le echaron en cara su falta de estudios. En 2010, cuando concluía su segundo mandato con una popularidad del 80 %, le impuso al PT la candidatura de Dilma Rousseff, quien si bien fue reelegida en 2014, acabó destituida por el Congreso un año y medio después. Los escándalos de los que se había escapado en 2005 finalmente lo alcanzaron en 2016, cuando fue imputado en una causa penal vinculada a las investigaciones en Petrobras, que arrastraron a buena parte del PT y de sus antiguos aliados del centro y la derecha. Los juicios contra Lula se fueron acumulando, llegaron a siete y la primera sentencia fue dictada el año pasado: culpable y condenado a nueve años de prisión, ampliados a doce en segunda instancia. Desde entonces, el «hijo de Brasil», como fue apodado en un libro convertido en filme, denuncia una «persecución política» y apela sin éxito a todas las instancias judiciales e incluso ante organismos internacionales. Hasta ahora perdió todos los recursos y hoy también perdió la libertad. Ignoró el plazo dado para su entrega, se atrincheró en el sindicato en que inició su vida política y resistió durante dos días. Pero finalmente se presentó a las autoridades, como dijo a miles de sus simpatizantes antes de entregarse, «con la cabeza erguida» y convencido de su inocencia. Si ninguna apelación lo salva antes, estará al menos dos años en una pequeña celda que, pasado ese plazo y si la justicia lo acepta, pudiera cambiar por una prisión domiciliaria. EFE