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El periplo de una adolescente iraquí para sobrevivir a EI

Las tres mujeres se tensaron cuando su taxi se acercó al puesto de control vigilado por combatientes del grupo extremista Estado Islámico. Todos en Mosul temían los puestos de control; no podías predecir lo que esos hombres armados harían motivados por su fanatismo para destrozar cualquier indicio de “pecado”. Uno de ellos observó a Ferah, la chica en el asiento trasero.

La joven de 14 años llevaba el velo exigido sobre la cara, pero había olvidado bajar la tela para cubrir también sus ojos. Un combatiente le gritó para que lo hiciera. Pero Ferah no llevaba guantes, otra de las piezas requeridas. Si arreglaba el velo, verían sus manos desnudas y las cosas empeorarían.

En un intento por desaparecer, se hundió en su asiento.

Los hombres explotaron y gritaron que se llevarían a Ferah, a su madre y a su hermana ante la hisba, la temida policía religiosa que sancionaba a quienes violaban las órdenes del grupo EI. Sacaron a rastras al conductor y lo interrogaron.

¿De qué conoces a estas mujeres?

Ferah sentía a los hombres acechando al otro lado de la ventana _ temibles, enormes y musculosos y con una barba que les llegaba al pecho. Su madre palideció. Una simple visita a casa de un amigo se estaba convirtiendo en un desastre.

Y de repente, se acabó. De alguna forma, el conductor tranquilizó a los hombres armados.

Ya seguros en casa de su amigo, Ferah se vino abajo. No sólo temblaba, su cuerpo entero convulsionaba.
Este era el nuevo mundo de pesadilla en el que tendría que vivir la joven iraquí.

Ferah nunca había escuchado del grupo EI hasta que los milicianos tomaron el poder. Cuando comenzó el verano de 2014, el mundo se abría ante ella. Había terminado el primer curso en una nueva escuela privada, la mejor de la ciudad, que le encantaba. Había hecho nuevas amigas. Sus clases eran en inglés, su materia favorita. Soñaba con ser diseñadora de interiores.

Pero en junio, los milicianos del grupo EI invadieron Mosul y la ciudad cayó en el caos.

Los faros iluminaron las calles alrededor de la casa de Ferah alrededor de la medianoche. Vecinos con maletas se amontonaban en autos, soldados aventaban bolsas a camionetas, alejándose a toda velocidad bajo el ruido de la artillería y los disparos. Al otro lado de la ciudad, estalló un éxodo de pánico.

Las dos hermanas mayores de Ferah, que estaban casadas y vivían cerca, llamaron para decir que huían a la cercana zona kurda. Su mejor amiga de la escuela le dijo por mensaje que su familia se iba a Turquía.
La familia de Ferah se quedó.

A la mañana siguiente, despertó a un mundo gobernado por milicianos, a los que se refiere despectivamente por su acrónimo árabe, Daesh.

Conforme los días se convertían en semanas y las semanas en meses, Ferah ya no quería salir. Era demasiado peligroso. Se refugió en su habitación, lejos del horror, de las historias de hombres acribillados en plazas públicas y de mujeres apedreadas hasta la muerte.

Su refugio eran las palabras. Colocó una vela en un vidrio viejo y, con su tenue luz, sacó su iPad y escribió en su muro de Facebook. Unas cuantas líneas al día sobre un sentimiento o pensamiento, un temor o una esperanza.

No tenía ni idea cuánto tiempo tendría que vivir así, o si ella y su familia sobrevivirían.
“¿Cuál es el problema?”, preguntó en uno de sus diálogos imaginados.
“El futuro desapareció. Se vino abajo”.
“¿Cómo puedo comprender tus sentimientos?”.
“Ponte en medio del Daesh… Intenta ser un soñador mientras estás entre Daesh”.

LA PLAGA

Cada día había más hombres fanáticos. Estaban por todos lados, con sus barbas largas y sus túnicas justo por encima del tobillo. Nunca sonreían y parecían estar enojados todo el tiempo.

Cuando regresó a la escuela, esta también estaba bajo el control del grupo EI. La escuela privada a la que asistía antes estaba cerrada, así que fue a una pública. Estaba segura de que algunas niñas de su clase eran del Daesh: llevaban las caras tapadas por velos, casi nunca hablaban con los demás y cuando lo hacían era para hacer juicios severos.
Ferah les tenía miedo. Dejó de asistir a las clases.

El hijo de la familia de la casa contigua se volvió miembro del grupo EI. “¿Cómo puedes permitirle unirse?”, preguntó la madre de Ferah a la otra, que se encogió de hombros como respuesta. Pronto, también el esposo de la mujer usaba la ropa de los milicianos. Toda la familia era de Daesh. La familia de Ferah conocía a esa gente desde hacía años, se visitaban mutuamente en casa. La habitación de Ferah daba a su vivienda.

Era como una plaga que se propagaba y transformaba a la gente.

Uno por uno, los amigos que quedaban de Ferah se despedían para irse a Turquía o zonas kurdas.
Los parientes y amigos de la familia que se quedaron pasaban por la casa con frecuencia y comentaban las noticias. Ferah se enteró de las leyes que habían impuesto.

El Daesh prohibió fumar. Durante el Ramadán, arrestaban a personas sospechosas de no respetar el ayuno. Quienes violaban las reglas eran azotados en plazas públicas.

Comenzaron las atrocidades. Cientos de reos chiíes de la principal prisión de Mosul fueron asesinados. Policías y soldados fueron abatidos en plena calle para que todos lo vieran.

El padre de Ferah, profesor universitario, utilizaba un dicho árabe para explicar que el Daesh explotaba la religión: “Hablando con rectitud, mientras cometes el mal”, decía.

Él y su esposa habían criado a sus cuatro hijas para que valoraran la educación y la fe. Eran una familia musulmana suní religiosa y con frecuencia rezaban juntos. Ferah, sus hermanas y su madre usaban velo, como casi todas las musulmanas en Mosul.

Pero esto no se parecía en nada al islam que conocían.

Proliferaban los patrullajes de la policía religiosa de la hisba y se imponían cada vez más reglas. A las mujeres se les exigió usar el niqab: túnicas negras, guantes y velo que ocultan toda forma corporal y las mantienen lejos de las miradas de los hombres incluso en público.

Ferah odiaba usar el niqab. Odiaba al Daesh. Y odiaba su vida.

La mañana del 16 de octubre de 2014, desayunó como de costumbre, ayudó a su madre con las tareas y rezó a mediodía.

Luego entró a su habitación, cerró la puerta con llave y lloró.

Sus amigas se habían ido. Sus dos hermanas mayores también. Una estaba embarazada cuando huyó y ahora Ferah tenía una sobrina recién nacida a la que sólo conocía por fotos. Estaba aislada y sola, temerosa de salir.
A la hora de la comida no salió. Sus padres se preocuparon.

“Puedes superar esto, Ferah”, le dijeron a través de la puerta. “Necesito estar sola”, sollozó.

Escribió sus ideas en inglés en hojas de papel. ¿Por qué nada resulta como esperaba? ¿Por qué pasa esto? Le gustaba escribir sus pensamientos más profundos, lo que no quería que nadie supiera, en inglés, no en árabe.

Luego cortaba el papel, tal como le hubiera gustado cortar su realidad, y guardaba los pedazos en una caja en su armario.

Pero entrada la noche, luego de horas sentada en la cama, intentó algo diferente. Escribió en árabe.

“De repente, la vida te despoja de lo que amas, como si te castigara por un crimen que aún no se cometió”, escribió. “Me da miedo preocuparme por los dispersos restos de mi alma, sólo para después perderla. ¡A veces le tengo miedo a la felicidad!”.

Lo publicó en su página de Facebook y, curiosamente, se sintió mejor _ “como una luz al final de un misterioso camino”.

LOS SIETE HÁBITOS DE ADOLESCENTES ALTAMENTE EFECTIVOS

Ferah nunca se consideró escritora. Pero abrió una nueva cuenta de Facebook y publicaba cada pocos días. Pronto tenía cientos de seguidores que se convirtieron en miles.

Desde su habitación creó un nuevo mundo. Hizo mariposas con hojas azules, rojas y verdes y las colgaba alrededor del espejo. Las mariposas son brillantes, optimistas. Colgó tiras de luces blancas desde el techo. Pegaba letreros en inglés en las paredes: “Sé tú misma”

Y, para crear ambiente, prendía su vela.

En sus escritos se enfrentaba a su mayor temor: Probablemente su vida nunca empezaría. El Daesh podría quedarse siempre.

“Cuando cierras los ojos, sientes lo horrible que es tener las manos encadenadas y ser incapaz de imaginar el futuro. Te acurrucas en el suelo y lloras”.

Sabía que estaba sensible. Podía llorar durante horas o salía de su cuarto gritando: “¿Qué hago aquí? Todos me abandonaron”. La hermana de Ferah evadía el estrés o dormía. Pero a la menor provocación, Ferah se encendía.
Su madre se preocupó y encontró excusas para entrar a su cuarto y vigilarla.

No era fácil criar a una adolescente en una ciudad tomada por fanáticos. Una palabra equivocada podía matarte.
En el verano de 2015 se extendió la noticia de que un hombre fue arrestado después de señalar la casa de los vecinos de Ferah que se habían convertido al Daesh a la coalición liderada por Estados Unidos. Convencidos de que habría un ataque aéreo, la familia de Ferah y otros vecinos decidieron irse unos días.

Al partir, vieron que la esposa de la familia señala también lo hacía.

Ferah estalló: “¿Por qué te vas? ¿No quieres el martirio?”, gritó. “Regresa a tu casa y deja que la ataquen. ¡Irás directa al paraíso!”.

Aterrorizada, la madre de Ferah se llevó a su hija.

La casa del vecino nunca fue atacada. Los milicianos dispararon al presunto informante en la cabeza en una plaza pública y el esposo mostró con orgullo el video, jactándose: “Éste fue uno que intentó intimidarnos”.
Al poco tiempo, el 19 de julio, Ferah cumplió 15 años. Su madre intentó organizar una fiesta, pero ella lo evitó. No quería soplar velitas y actuar como si fuera un cumpleaños feliz.

¿Qué tenía de feliz?

No sólo era el miedo. El aburrimiento era paralizante.

Mes tras mes, Ferah y su hermana deambulaban por la casa intentado llenar unas horas que pasaban agonizantemente lentas.

La noche traía lo más cercano a la libertad: internet. Durante el día, la compañía limitaba su uso, lo que complicaba ver un video. Pero pasada la medianoche, los megabytes eran ilimitados.

En todo Mosul, la sociedad se protegía tras puertas cerradas y vivían vidas virtuales, nocturnas, y dormían hasta bien entrado el día. Incluso el padre de Ferah estaba atrapado. No tenía empleo porque el grupo EI cerró las universidades. Además, no le crecía la barba, así que al salir arriesgaba ser acosado por la hisba, que exigía que los hombres llevaran barba como la del profeta Mahoma. Pasaba gran parte de sus días escribiendo un libro en su estudio.

Ferah leía. Se descargó traducciones árabes de libros de autoayuda. «Succeed for Yourself: Unlock Your Potential for Success and Happiness» (“Ten éxito por ti mismo: Desbloquea tu potencial al éxito y la felicidad”), «You Will See It When You Believe It” (“Lo verás cuando lo creas”) o “The Power of Intention” (“El poder de la intención”).
Le gustaba tanto “Los siete hábitos de adolescentes altamente efectivos” que lo leyó dos veces. Primer hábito: “Sé proactivo”. Eso significaba decir: “Soy la fuerza. Soy el capitán de mi vida. Puedo escoger mi actitud”.

Optó por libros sobre la adolescencia porque quería comprender la fase de desarrollo por la cual pasaba. Aprendió que eran sus años formativos, cuando la personalidad se define.

Ferah cayó en la cuenta que no podía seguir así. Si estoy deprimida y atemorizada, esa forma de pensar se quedará conmigo para siempre.

No tenía caso quejarse, se dijo a sí misma. Debía aprovechar ese tiempo para lograr algo que pudiese permanecer con ella. Podía ser una soñadora entre el Daesh, sería la capitana de su vida.
Este sería su proyecto.

Su diario en Facebook creció. Sus seguidores, ya más de 6.000, elogiaban su escritura y eso le daba fuerzas.
Una tarde notó que la comenzó a seguir una chica iraquí. Ferah le envió un mensaje para preguntarle el motivo. “Porque entré a tu perfil y vi que eres una buena persona”, respondió.

Era Rania, también originaria de Mosul, pero su familia había huido a Dahuk, en territorio kurdo. Ferah y Rania comenzaron a chatear con frecuencia, al principio sobre cosas superficiales, pero luego surgió una amistad.

Aun así, todos estos pasos parecían demasiado pequeños para evadir la realidad del Daesh. “Sé que después de todo este tiempo vivía en mi mundo de ensueño”, escribió Ferah. “Una sola palabra puede devolverme todo el dolor”.

EL AROMA DEL PARAÍSO

En ninguna parte de Mosul se podía escapar del terror del Daesh.

Una vez, Ferah fue con sus padres a una de sus comprobaciones ocasionales a la casa de su hermana mayor. No se atrevieron a detener el auto, pasaron lentamente por delante. La casa había sido confiscada y ahora familias partidarias de EI vivían ahí. Ferah los vio entrar y salir con sus túnicas cortas, barbas y velos, como si fuera su casa.
Las calles eran un peligro.

Los ojos vigilantes y obsesionados de la hisba captaban “errores” de mujeres que ni ellas mismas sabían que cometían. De afuera de la casa del tío de Ferah se llevaron a una niña. Su túnica se había abierto y vieron algo rojo debajo, un toque de color prohibido en lo que debía ser un atuendo totalmente negro.

La propia azotea de Ferah era un peligro. Era un lugar para disfrutar de la brisa en las sofocantes noches veraniegas, pero la casa familiar estaba expuesta, totalmente visible desde tres direcciones. ¿Cómo saber de qué podían acusarte si te veían ahí?

En un barrio cercano, una niña de unos 12 años había subido a su azotea. Por casualidad, un niño en la casa contigua estaba en la suya al mismo tiempo. Fueron vistos y se levantaron sospechas.

El Daesh los arrestó y los mató a ambos. La niña fue lapidada en la calle frente a su casa, el castigo por adulterio. Todos en el barrio comentaban lo sucedido. Comentaron que cuando dejaron de apedrearla y se llevaron el cuerpo de la niña, permaneció un cálido olor a almizcle, uno de los aromas del paraíso, señal inequívoca de que era inocente y Dios se la había llevado.

Definitivamente no subas a la azotea.
El único lugar seguro era entre las cuatro paredes.
“¿No hay un derecho a la libertad de soñar, la libertad de tener los mejores años de mi vida?”, escribió Ferah. “Sólo me gustaría saber cuándo viviré realmente”.

SUS PEQUEÑAS OBRAS
En su cuarto, Ferah profundizaba en un mundo que se volvía cada vez más elaborado.
Imprimía fotos de Instagram y Tumblr de caras o de la moda que le gustaba y las pegaba sobre su cama. “Todo lo que imaginas es real”, decía un cartel. Otro mostraba a una niña con alas de hada. “¿Y si caigo?”, decía la imagen, que también respondía: “Ah, querida, ¿ y si vuelas?”.

Sus recortes de papel se multiplicaban, ya no solo había mariposas sino flores, corazones y un nido de crías de pájaro. Los llamaba “mis pequeñas obras”.

La luz de su vela la motivaba. “Háblame con frecuencia”, decía. “Estoy aquí para meditar y reflexionar contigo”.
Por la noche, exploraba la red. Descubrió toda una microcultura de entusiastas del diseño de interiores en YouTube. Su favorito: cualquier cosa de la cadena IKEA. Practicó su inglés viendo caricaturas. Vio “Asalto al poder”, con Channing Tatum, una y otra vez hasta que comprendió casi todos los diálogos.

Lo mejor era su amistad con Rania.

Tenían gustos similares. Rania le envió una foto suya y su ropa era algo que Ferah se pondría. Decoraban juntas cuartos en línea, intercambiaban fotos de muebles.

Ferah nunca había visto a Rania en persona, sin embargo su amistad era más profunda que cualquiera que hubiera tenido en la niñez. Probablemente porque nació de la adversidad. En sus peores momentos, Ferah escuchaba el aviso de un mensaje de Rania y sabía que nada más abrirlo, reiría.

“Me entristece que un cielo nos cubre a ambas y no podemos conocernos, que las fotos digitales nos unen y no podemos conocernos”, escribió Ferah. Pero le dio las gracias a Dios: superar la distancia “es absolutamente lo más hermoso que he experimentado”.

Al menos dentro del mundo que creó en su habitación podía encontrar confort y pasear lejos en la red con sus amigas, sus escritos y sus lectores.

Pero eso también desapareció.

El 19 de julio de 2016, en su 16to cumpleaños, el Daesh desconectó el internet.

El grupo EI acordonaba a la población de Mosul. Temía que espías guiaran ataques aéreos estadounidenses mientras las fuerzas iraquíes más al sur comenzaban su marcha hacia la ciudad con el objetivo de recuperar el feudo más importante del Daesh.

Ferah estaba sola.

Comenzó a tomar clases de costura con una amiga de la familia. Le encantaba. A veces se quedaba en la máquina de coser hasta las tres de la madrugada y con el tiempo hizo casi 20 atuendos, algunos los regaló.

Y escribía _ ahora para ella, no para sus seguidores. Escribió largas reflexiones donde se retaba y se enfrentaba a sus dudas.

Conforme pasaban los meses, halló que sus pocas obras _ sus manualidades, su ropa, sus escritos _ eran sus éxitos secretos. Le dieron confianza para valerse por sí misma.

“Obligaré a mi realidad a someterse a mis deseos y lograr mis objetivos. Incluso cuando aumenten las dificultades, no caeré. Vamos, guerra, empeora”.

Sólo extrañaba a una persona. Para el cumpleaños de Rania, le escribió un mensaje.

“Construyo un lugar eterno para ti en mí”, le dijo. “Cuando crea que me rindo, tu pasas y estoy segura que, contigo ahí, nunca me rendiré… Gracias por tu corazón, mi amiga, mi flor, mi galaxia, mi mariposa. Te quiero mucho, mucho”.

Podía recibir una débil señal en su tarjeta SIM en el piso superior de su casa. Se paraba en el lugar justo, sostenía el teléfono en alto, presionaba enviar, rezaba que su mensaje, byte por byte, llegara a la amiga que nunca había conocido.

CENIZAS

En enero de 2017, el Daesh irrumpió en el mundo de Ferah.

Las fuerzas iraquíes se abrieron camino hacia el este de Mosul en una dura contienda urbana. Los milicianos tomaron viviendas y se atrincheraron en ellas para una sangrienta lucha con las fuerzas de Bagdad, luego se iban al siguiente vecindario. La ciudad se sacudió con disparos, coches bomba y ataques aéreos.

Una tarde, se escuchó un golpe en la verja frontal. No respondieron; rozaban adentro. Así que los hombres armados del Daesh se abrieron camino a tiros.

“Salgan todos”, ordenaron los hombres. Querían la casa; la azotea les daría a sus francotiradores una buena visión. Ferah estaba enfurecida de ver a estos niños armados, no mayores de 17 años y sin duda de aldeas de fuera de Mosul, gritándole a su padre, un hombre respetable de unos 50 años. Incluso en este momento crítico previo a la batalla, lo reprendieron por no tener barba.

La familia de Ferah se refugió con un vecino. Amontonados en un solo cuarto, podían escuchar a los combatientes a un lado, subiendo y bajando escaleras. Esperaron horas para que se debilitara el fragor de la batalla.

Justo antes del amanecer, un golpe. La explosión de un misil, una ráfaga de disparos. Cada vez se acercaba más el zumbido que siempre precede a un ataque aéreo.

Luego una enorme explosión. El cuarto se oscureció. Parte del techo colapsó. Tuvieron dificultades para respirar y los niños pequeños del vecino gritaron en la oscuridad. Ferah y su hermana también gritaron. El padre de Ferah guardaba silencio, estupefacto.

Y así como llegó la tormenta, pasó. El Daesh retrocedió y las tropas del 8vo Ejército Iraquí se dispersaron por las calles que rodeaban la casa de Ferah. Casi después de tres años, su barrio quedaba fuera del control de los fanáticos y en manos del gobierno.

Sin saber lo que sucedía, Ferah, sus padres y su hermana salieron de su refugio.
“La familia de la casa en llamas está saliendo. No disparen”, dijo un agente por su radio.
Ferah se paró frente a su casa. Las llamas salían de las ventanas de una forma que no se atrevía a mirar. El fuego estaba en su cuarto.

Los combatientes del Daesh habían hecho estallar explosivos en la cocina antes de huir.

Cuando aminoró el fuego, la familia entró. La habitación de Ferah se había derretido. Las paredes eran negras, la pintura se pelaba en dolorosas tiras. El techo había caído sobre su cama.

Sus pequeñas obras eran ceniza: las mariposas, las luces, los corazones y pájaros de papel, la ropa, incluso la caja de su armario llena de recortes con sus pensamientos más profundos en inglés.

“Vi mis sueños… mientras se convertían en nada”, escribió. “Mi confianza en el mañana se desvaneció… Mi corazón se encendió”.

EPÍLOGO

Pero no fue el final. Después del incendio, la familia se quedó con la hermana mayor de Ferah en Irbil. Desde ahí, el padre supervisó la reconstrucción de su casa. Ferah tomó un curso de repaso para la secundaria y aprobó. Cuando finalmente retomara las clases, sólo estaría un grado atrás.

Visitaron a la hermana de Ferah en Dahuk y conocieron a su hija, de ya casi tres años.
Una mañana, Ferah pasó por una escuela en Dahuk y encontró a un grupo de estudiantes reunido en los pasillos antes de entrar a clase. Buscaba a una en particular.

Rania no supo quién era hasta que Ferah se paró frente a ella.

“¿En serio? ¿Viniste?”, lloró Rania.
“¡Ésta es la Ferah con la que has hablado todos estos años!”, rieron las otras niñas.

Las dos jóvenes se abrazaron durante 10 largos minutos. Rania le mostró a Ferah su teléfono: había hecho capturas de pantalla de sus mejores conversaciones. Entre ellas, estaba el mensaje de cumpleaños de Ferah.

En Mosul, el cuarto de Ferah tiene pintura nueva, pero no es el santuario que alguna vez fue. Su madre sacó de un almacén los viejos muebles de su infancia, que ella odia. Extraña sus mariposas, pero no colgará nada hasta que compre nuevos muebles, con suerte de IKEA.

Nada es normal, pero tiene libertad. Todavía es una soñadora, pero ya no entre el Daesh.
A veces, relee uno de sus textos favoritos. Una canción de amor a ella misma. La escribió cuando estaba desesperanzada, elogiando lo bueno que descubrió en su interior.

“Buenos días a todos los que sienten la belleza en su interior _ sin importar a quién moleste”, lee en silencio. “Gloria a la luz de los finales que se debilita y la explosión de nuevos comienzos. Nada más durará tanto”.

Por temor a su seguridad en Mosul, Ferah y su familia hablaron con The Associated Press bajo condición de que no se utilizaran sus nombres completos y que algunos detalles que los pudieran identificar no fueran mencionados. Keath reportó desde El Cairo.

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