Desde hace varios años el negocio del narcotráfico en Colombia está atomizado, y las autoridades, los medios o la sociedad llevan largo tiempo sin tener noticia de la existencia de un capo con la habilidad de liderar todas las cadenas de una estructura estilo cartel. Pero en el mundo de la mafia de vez en cuando aparecen personajes que se salen de lo común. Y por eso el caso de Washington Prado es inusual y muy llamativo. Aunque era conocido con el alias de Gerald, lo que hizo no deja duda de que puede ser considerado el Pablo Escobar de los últimos tiempos.
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Con tan solo 35 años de edad se convirtió, en medio del más absoluto anonimato, en un verdadero capo que creó una estructura similar en todo sentido a la del extinto cartel de Medellín. Varios datos demuestran que no se trata de una comparación equivocada. En los últimos dos años logró transportar desde el Pacífico colombiano hacia Centroamérica y Estados Unidos 250 toneladas de cocaína. Otras 150 le fueron decomisadas en ese periodo. Era dueño de una veintena de barcos y varias docenas de lanchas rápidas, conocidas como go fast, que usaba para llevar la droga. Tan solo en la casa donde vivía su mamá las autoridades le encontraron en una sofisticada caleta 12 millones de dólares en efectivo; una cifra similar fue hallada en otros escondites. Tenía un brazo sicarial encargado de eliminar a sus rivales, así como de asesinar y amenazar a policías, fiscales y jueces, como en las peores épocas de Escobar. Todo este emporio finalizó hace pocos días cuando fue arrestado tras una operación de un grupo especial de investigaciones (SIU por sus siglas en inglés) de la Dijín, la Fiscalía, la Policía ecuatoriana y la DEA. ¿Pero quién es este hombre, nacido en Ecuador, y cómo llegó a transformarse en un capo desconocido con un poder inmenso?
El capo que llegó del sur
La historia en el mundo de la mafia de este Escobar ecuatoriano comenzó en 2004. Para esa época era un avezado lanchero en Manta. Su habilidad para navegar en las difíciles aguas del océano Pacífico hizo que el grupo de los Rastrojos y los hermanos Comba, del cartel del Norte del Valle, pusieran sus ojos en él para transportar droga. Desde el vecino país llegaba a Tumaco y otras zonas de Nariño y partía con los embarques hacia Panamá, Costa Rica, Guatemala y México. Por cada viaje ‘coronado’ ganaba 50.000 dólares.
Seis años más tarde, para 2010, la mayoría de los integrantes de los Rastrojos estaban capturados y varios extraditados. En 2012, Javier Calle, jefe de los Comba, se entregó a las autoridades estadounidenses. Para ese momento, después de todos esos años trabajando para ellos, el ecuatoriano se había ganado la confianza suficiente que le permitió enterarse de todos los pormenores del negocio. Sabía dónde estaban y quiénes eran los dueños de los cultivos. También conocía a los propietarios de los laboratorios y todos los grupos que vendían la droga en el occidente de Colombia. Igualmente sabía quiénes eran los compradores en varios países de Centroamérica y los capos en México, especialmente los del cartel de Sinaloa. El negocio del narcotráfico estaba fragmentado y cada etapa (cultivo, procesamiento y distribución) tenía su propio jefe y organización. Ya sin jefes, el ecuatoriano Gerald hizo algo que ningún narco colombiano había hecho desde mediados de los años noventa: se quedó con todo.
A sangre y fuego consiguió que los cultivadores, productores y vendedores trabajaran para él. Incluso convenció a los capos mexicanos de permitirle quedarse con varias rutas desde Colombia y entregarles la droga en las costas de México. En Ecuador compró más de una docena de grandes barcos pesqueros. Fabricó y adaptó varias decenas de go fast con cubiertas en fibra de vidrio para hacerlas más aerodinámicas, rápidas y difíciles de detectar desde el aire.
Los pesqueros los ubicaba en mar abierto, cargados de combustible y eran una especie de bombas de gasolina en altamar. Allí llegaban las go fast para aprovisionarse y seguir su travesía lejos de los controles de los buques antidrogas. Desde Tumaco y sus alrededores despachaba semanalmente entre 10 y 12 de estas lanchas cargadas cada una con 800 a 1.000 kilos de droga. Aparte de su propio negocio, ocasionalmente prestaba el servicio de transporte para otros narcos a los que les cobraba 2.000 dólares por cada kilo que llevaba hasta Costa Rica o Guatemala. “Para no depender de otras organizaciones decidió controlar todos los eslabones de la cadena, como estructuras de producción, logística, ruta marítima, despachos y comercialización de sus cargamentos de cocaína. De ahí la importancia de hacer una operación articulada con la Fiscalía General, las agencias americanas y la Policía de Ecuador”, explicó a SEMANA el director de la Dijín, general Jorge Vargas.
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Ese monopolio mafioso que creó en las costas de Nariño lo convirtió en un hombre extremadamente rico en muy poco tiempo. Parte de sus ganancias las usó para engrosar las filas de sicarios en Tumaco y en los países centroamericanos donde llevaba la droga. Compró lujosas propiedades en Guayaquil para él y sus familiares y empezó a llamar la atención de las autoridades locales. En tres oportunidades fue arrestado, pero pasaba poco tiempo en la cárcel gracias a que conseguía los mejores abogados o sencillamente amenazaba a policías, fiscales y jueces en su país.
En Tumaco era bien conocido. Allí fingía ser un próspero empresario pesquero que se movilizaba escoltado en lujosas camionetas blindadas por ese puerto. Hace dos años entró en los radares de la DEA, que lo consideraba uno de sus principales objetivos por la inmensa cantidad de droga que ingresaba a Estados Unidos. Esa agencia alertó al grupo especial de la Dijín sobre este capo, desconocido hasta ese momento en Colombia. Agentes encubiertos de esta unidad fueron enviados y comenzaron a investigar las actividades del cartel del ecuatoriano. En los últimos dos años lograron decomisarle 150 toneladas de droga en diferentes operativos, y cerca de 80 integrantes de su estructura fueron detenidos.
Eso alertó al capo ecuatoriano para quien era evidente que las autoridades colombianas estaban detrás de él. Fue entonces cuando decidió huir hacia su país. Aunque allí tenía varios procesos preliminares podía estar tranquilo, especialmente porque sabía que Ecuador tiene por política no extraditar a sus ciudadanos hacia Estados Unidos. Todo parecía indicar que había logrado escapar de la Justicia.
Fue entonces cuando las autoridades colombianas contactaron a la Policía ecuatoriana y con su colaboración empezaron a vigilarlo en ese país. Como el objetivo era capturarlo con el fin de extraditarlo a Estados Unidos, el reto era hacer que el capo regresara nuevamente a Colombia, a pesar de que sabía que podía ser detenido. Con la ayuda de los ecuatorianos, el SIU de la Dijín envió a una atractiva oficial encubierta al vecino país. Usando la fachada de ser una caleña que buscaba nuevas oportunidades, la agente encubierta comenzó a frecuentar el gimnasio y los lugares a donde iba el capo ecuatoriano.
Tras varias semanas logró llamar su atención. Deslumbrado con ella la abordó y comenzaron a entablar una relación de amistad. Tras varios meses la agente encubierta le dijo que debía regresar a Cali por un tema familiar. Desde allí siguieron conversando telefónicamente. Con el paso de los meses ella finalmente lo convenció de visitarla para irse de paseo en Semana Santa.
El capo ingresó el Miércoles Santo ilegalmente a Colombia por Ipiales. En una camioneta blindada, conducida por el segundo de su cartel, llamó a su amiga a decirle por dónde iba. Unos kilómetros más adelante lo estaba esperando un retén de la Policía colombiana. “Sin duda alguna, este delincuente lideraba la organización mafiosa más sofisticada y tecnificada del Pacífico colombiano”, afirmó el director de la Policía Nacional, general Jorge Hernando Nieto Rojas. Hoy está detenido a la espera de ser extraditado. Ese fue el fin del Pablo Escobar de Ecuador.
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Con información de Semana