Unos tenemos más cosquillas que otros, pero casi todos somos incapaces de hacernos cosquillas a nosotros mismos. La explicación tiene que ver con el modo en que vemos y percibimos el movimiento.
Para llegar al fondo de lo que nos impide hacernos cosquillas a nosotros mismos, analicemos primero otro fenómeno. Cierren un ojo y, a continuación, presionen con cuidado el lateral del otro ojo (el abierto) mientras mueven el globo ocular de un lado a otro en la cuenca. ¿Qué ven? Debería darles la impresión de que el mundo se mueve, aunque sepan que no es así.
Ahora bajen la mano y miren a su alrededor. El ojo se mueve de forma similar a como lo hacía cuando lo presionaban, pero el mundo está quieto. Está claro que la información visual recogida por el ojo es la misma en ambos casos, y que las imágenes pasan por la retina a medida que el ojo se mueve de un lado a otro, pero la percepción del modo en que se mueven las cosas solo es falsa cuando empujamos el ojo con el dedo.
Ello se debe a que, cuando movemos los ojos con naturalidad, el cerebro envía órdenes motrices a los músculos oculares y, al mismo tiempo, se envía algo denominado “copia eferente” de las órdenes al sistema visual, para que este prediga las consecuencias sensoriales del movimiento. Esto permite que el sistema visual compense los cambios que tienen lugar en la retina a causa del movimiento del globo ocular, y el cerebro sepa que los cambios en las imágenes (que parece que las cosas se han movido) se deben, en realidad, al movimiento del propio ojo.
De este modo, uno puede recorrer la habitación con la mirada y apreciar todos los detalles, sin tener la sensación de ir volando como un abejorro mareado. Cuando se presionaron el ojo con el dedo, no existía esa predicción, por lo que no tuvo lugar ninguna compensación y, en consecuencia, se alteró la percepción del movimiento.