Los tatuajes en la cultura japonesa contemporánea se asocian principalmente a dos cosas: la yakuza (mafia) y el mal gusto. Existen espacios en Japón que no son aptos para personas con esa forma de arte corporal.
Los turistas que visitan Japón se sorprenden debido a los carteles que encuentran sobre la prohibición de tatuajes.
La práctica del tatuaje o ‘irezumi’ (conocido así en Japón) es restringida ya que se exige una licencia de practicante médico para operar un ‘tattoo studio’.
El rechazo en Japón a esta práctica alcanza, por ejemplo, a muchos gimnasios, piscinas o balnearios, donde se impide la entrada a aquellos que luzcan cualquier símbolo dibujado bajo la piel.
Los resultados de una polémica encuesta (los profesores de los centros de enseñanza pública, por ejemplo, se negaron en bloque a responderlo) fueron publicados en el 2012 y revelaron que más de un centenar de empleados públicos lleva algún tipo de motivo grabado en su cuerpo.
«Si quieren tener tatuajes, deberían dejar de trabajar para esta ciudad y hacerlo para el sector privado», comentó entonces Hashimoto, sin precisar si abogaría por despedirles o por obligarles a borrarse los dibujos.
En Japón se llegó prohibir oficialmente en la era de Meiji (1868-1912). Los gobernantes que en esa época capitaneaban el país hacia una vertiginosa industrialización abogaron por la medida al considerar que los tatuajes daban una imagen de escaso refinamiento de cara a los visitantes extranjeros.
Poco les importó a los tecnócratas de Meiji que el tatuaje japonés hubiera alcanzado sus máximas cotas expresivas como disciplina artística a lo largo del periodo Edo (1603-1868).
Lo hizo sobre todo gracias a la publicación en tierras niponas de la narrativa épica china A la orilla del agua, que solía ir acompañada por llamativas ilustraciones de artistas de ukiyo-e (grabado japonés).
El éxito fue tal, que muchos comenzaron a pedir a los grabadores que les tatuaran esos dibujos cuajados de bandidos, serpientes, carpas o flores de loto en el torso.
Fue así como se perfeccionó el preciso (y lacerante) arte del irezumi, que consiste en introducir la tinta bajo la piel mediante herramientas como cinceles y gubias, y requiere largos años de disciplinada formación a las órdenes de un maestro.
La belleza que proyectaban los colores y sombras del irezumi, o su uso de la perspectiva, sedujo incluso a jefes de Estado extranjeros, como el zar ruso Nicolás II, que se tatuó un dragón en el brazo durante una visita a Kioto en 1891.
Eso no importó a la Administración Meiji, que se aprovechó de la mala imagen de los yakuza y de la costumbre de tatuar a los presos en las cárceles para ligar esta disciplina con la criminalidad.
Pese a que el Gobierno de ocupación estadounidense despenalizó esta práctica en 1948, el estigma aún resiste, aunque cada vez más japoneses aceptan los tatuajes.
El cambio de hábitos ha ayudado en este sentido, ya que la mayoría apuesta hoy por tatuarse pequeños dibujos con agujas, a diferencia de los grandes y llamativos despliegues propios del irezumi, mucho más doloroso y caro.
Los pocos maestros de irezumi que hoy quedan en activo suelen señalar además que hasta los yakuza han empezado a cambiar de hábitos y que muchos ya no se tatúan para no llamar la atención.
Con información de EFE
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