Mientras está listo el almuerzo, Giovani Quiñones construye bajo tierra un pozo de aguas negras para su casa.
Por un lado pone el cemento, los ladrillos y recibe la ayuda y los comentarios y los chistes de sus amigos y vecinos, todos colombianos que como él emigraron a Antofagasta, en el norte de Chile.
Dentro de la casa, que tiene dos pisos y está armada con contrachapado, suena una olla a presión, un utensilio sagrado en la cocina colombiana para hacer sopas, granos y estofados.
En la fachada hay puesta una bandera de Chile.
"Acá vienen los chilenos y se impresionan de nuestras casas", dice Quiñones, un fornido afrodescendiente del Pacífico colombiano con poco filtro en sus palabras.
Su casa está en el barrio de invasión La Toma, en el norte de la ciudad, pero él se siente orgulloso, porque la tiene "limpia", bien armada y conectada a los sistemas de agua y electricidad, pese a que no paga servicios.
Se dice que Antofagasta, la ciudad más importante de la industria chilena del cobre, ha sido tomada por colombianos como Quiñones. La mayoría, como él, se dedica a la mano de obra.
Incluso se habla de "Antofalombia", porque miles llegaron acá por la gran oferta de trabajo, la poca violencia y los beneficios que da el Estado chileno.
Las peluquerías de colombianos, los restaurantes de colombianos y las escuelas de salsa de colombianos resaltan en una ciudad que no tiene reputación de bonita, interesante ni divertida.